En El placer de contemplar, Joaquín Araújo no da respiro a sus lectores; sus "chisporroteos", como él los llama, constituyen una permanente eclosión de fogonazos estelares que acaban por hacernos recobrar la vista, o una forma de ver muy amorosamente pegada a la naturaleza. En un tono altamente lírico, en el que abundan los haikus, la mística telúrica o las incursiones filosófico-poéticas, Araújo bucea -hace que buceemos- en el fondo último tanto de la naturaleza como del alma humana, un lugar que nos enlaza, rico en sabiduría.